May 11

de Joaquín
Reflexión del Evangelio del día.
Comentario a Juan 12, 44-50

   «Señor, mi corazón no es ambicioso ni mis ojos altaneros. No pretendo grandezas que superen mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre». Pensé en comenzar el comentario de este día con este Salmo tan lindo que, de alguna manera, nos ayuda a retomar la imagen del Evangelio del domingo, donde Jesús nos decía que estábamos en sus manos, en definitiva, en las manos de su Padre, y que nadie nos puede arrebatar de ahí. Que sus manos, su amor es más fuerte que cualquier otra cosa y que aunque nosotros a veces nos queramos ir de las manos de Dios, Él siempre nos va a sostener. Siempre estará con nosotros, para cuando a nosotros se nos ocurra volver, si es que nos hemos ido. Por eso tenemos que poner siempre el acento en el amor de Dios, que es más grande que todo lo que podamos imaginar y que de alguna manera, con la imagen del niño en brazos de su madre, nos ayuda a comprenderlo.
   Es tanto el amor de Dios, es más grande que todo el amor que una madre puede tenerle a su hijo apenas nace, que lo abraza y lo tiene en sus manos, sabiendo la fragilidad y al mismo tiempo queriéndolo abrazar con toda su fuerza por todo lo que ama ese niño, que llevó en su vientre durante tantos meses, así nos ama Dios, pero mucho más. ¡No lo podemos imaginar! Estamos en las manos del Padre siempre.
   Desde Algo del Evangelio de hoy podemos retomar esta frase tan fuerte: «El que cree en mí, en realidad no cree en mí, sino en aquel que me envió. Y el que me ve, ve al que me envió». Es interesante volver a escuchar estas palabras de Jesús y pensar qué es lo que nos quiere decir. Es interesante porque ni siquiera Jesús se pone como centro a sí mismo. Él quiere que creamos en él, que confiemos en él, pero para que creamos en el Padre, para que confiemos en que Dios es Padre. Él es el enviado del Padre, con sus palabras y su vida nos quiere mostrar lo que el Padre tiene para decirnos a todos. Por eso nuestra fe, es, como se dice, teológicamente cristocéntrica. Creemos en Cristo, pero al mismo tiempo es la fe que nos remite, nos lleva al Padre. Creemos en Jesús y Jesús nos muestra al Padre. Él es la imagen del Dios invisible. Él es el rostro del Padre.
¿Te acordás de lo que escuchábamos la semana pasada: «Nadie viene a Mí si mi Padre no lo atrae»? Tiene que ver también con lo de hoy. Y podríamos decirlo de otra manera: «El Padre nos atrae a Jesús, pero, en definitiva, para atraernos a Él, para hacernos hijos, para que nos sintamos hijos, para que vivamos como hijos». Somos sus hijos predilectos, dispersos y Él envió a su Hijo Pastor al mundo para reunirnos. 
   Ayer meditamos sobre la escucha, sobre la necesidad de escuchar la voz del Pastor que es Jesús. La clave en esta vida, decíamos, es ir aprendiendo a escuchar y escuchar al pastor y escuchar a los demás en donde también, de alguna manera, Él nos habla. El que no sabe escuchar, humanamente hablando, no sabe amar, porque no sabe detenerse, no sabe frenar un poco para reflexionar, no sabe mirar a los ojos a los otros; no sabe dejar de hablar un poco para dar tiempo a los demás, no sabe lo que es esperar, no sabe de paciencia, no sabe lo que es olvidarse de sí mismo por un momento, no sabe lo que es cargar con dolores ajenos, no sabe sufrir por amor a los otros. El que no escucha, decíamos, no ama bien y solo ama en profundidad el que escucha mucho más de lo que pretende hablar. 
   Escuchar a Jesús es escuchar al Padre: «Porque él no habló por sí mismo», dice la Palabra, y es lo que nos enseña a amar. Si tomáramos dimensión de que al escuchar a Jesús estamos escuchando al Padre, qué distinto sería, por ejemplo, nuestra relación con Él, o nuestra manera de rezar, o nuestra participación en la liturgia de la Iglesia, o nuestra vida dentro de la comunidad de la Iglesia. Muchas veces no sabemos rezar porque no sabemos escuchar, no sabemos detenernos y frenar un poco. 
   Escuchemos hoy a Jesús que nos dice que Él es luz, que vino a traer luz a las tinieblas de nuestras vidas.
Porque la luz da vida y cuando hay luz, la muerte desaparece. Ahora… no basta con decir de la boca para afuera que creemos, eso sobra y finalmente hace mal. Hay muchos cristianos que dicen creer y son ovejas sordas. Es necesario dejar que la fe se haga vida, que la fe ilumine lo propio y que irradie hacia afuera. Es necesario cambiar de vida también. Y esto no es un imperativo moral, una obligación. Es en realidad una consecuencia natural que cuando uno cree en serio, quiere cambiar; cuando uno escucha todos los días a Jesús, el pecado que hay en nosotros tiende a disiparse; cuando dejamos que sus palabras y su vida nos muestren un nuevo camino, deseamos cambiar porque nos muestran la bondad en nosotros y en los demás y nos evitan caer una y otra vez. Por eso, la luz de Jesús también ilumina el dolor y nos ayuda a aprender a amar a los demás. Si Cristo, que es luz, no está en nuestras vidas, si sus palabras no iluminan nuestro obrar y pensar, nada nos conmueve, nada nos saca de nuestra somnolencia, de ese andar anestesiados ante tanta oscuridad e injusticia.  
   Es sencillo: o soy oveja que escucha y sigue a Jesús, aun tropezándose y cayéndose, o soy oveja que sigue a un rebaño distinto o un rebaño de una ideología, de un pensamiento, de una filosofía o de modas pasajeras o incluso a mí mismo. Soy yo mi propio pastor. ¿A quién queremos seguir? 
   Que tengamos un buen día y que la bendición de Dios, que es Padre misericordioso, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre nuestros corazones y permanezca para siempre.

P. Joaquin