Señor Jesús, Médico divino,
que en tu vida terrena
tuviste predilección por los que sufren
y encomendaste a tus discípulos
el ministerio de la curación,
haz que estemos siempre dispuestos
a aliviar los sufrimientos de nuestros hermanos.
Haz que cada uno de nosotros,
consciente de la gran misión que le ha sido confiada,
se esfuerce por ser siempre instrumento
de tu amor misericordioso en su servicio diario.
Ilumina nuestra mente.
Guía nuestra mano.
Haz que nuestro corazón sea atento y compasivo.
Haz que en cada paciente
sepamos descubrir los rasgos de tu rostro divino.
Tú, que eres el camino,
concédenos la gracia de imitarte cada día
como médicos no sólo del cuerpo
sino también de toda la persona,
ayudando a los enfermos
a recorrer con confianza su camino terreno
hasta el momento del encuentro contigo.
Tú, que eres la verdad,
danos sabiduría y ciencia,
para penetrar en el misterio del hombre
y de su destino trascendente,
mientras nos acercamos a él
para descubrir las causas del mal
y para encontrar los remedios oportunos.
Tú, que eres la vida,
concédenos anunciar y testimoniar en nuestra profesión
el "evangelio de la vida",
comprometiéndonos a defenderla siempre,
desde la concepción hasta su término natural,
y a respetar la dignidad de todo ser humano,
especialmente de los más débiles y necesitados.
Señor, haznos buenos samaritanos,
dispuestos a acoger, curar y consolar
a todos aquellos con quienes nos encontramos
en nuestro trabajo.
A ejemplo de los médicos santos que nos han precedido,
ayúdanos a dar nuestra generosa aportación
para renovar constantemente las instituciones sanitarias.
Bendice nuestro estudio y nuestra profesión.
Ilumina nuestra investigación y nuestra enseñanza.
Por último, concédenos que,
habiéndote amado y servido constantemente
en nuestros hermanos enfermos,
al final de nuestra peregrinación terrena
podamos contemplar tu rostro glorioso
y experimentar el gozo del encuentro contigo,
en tu reino de alegría y paz infinita.
Amén.
Juan Pablo II