Pedro José nació el 6 de marzo de 1878 en Casseneuil-sur-Lot, Francia. Era el segundo vástago de una familia de agricultores bien avenidos. La naturaleza no fue pródiga con él y quizá por eso pasaba desapercibido en todos los órdenes. Tanto en el aspecto físico como en el intelectual y social no se podían atisbar en su persona esos dones que resultan atractivos a los demás, y que pueden convertirse también en instrumento apostólico: simpatía, don de gentes, inteligencia, etc. Pero lo que la vida le hurtó estaba compensado espiritualmente por su gran sensibilidad. Y la atracción que experimentaba hacia todo elemento religioso hizo de él un excelso modelo en su forma de perseguir la perfección. Tenía mucho camino recorrido para ello: sencillez, humildad, abnegación, amabilidad… Una de sus dificultades era la falta de memoria. Además, se apreciaban en él inseguridades personales, dudas y tendencia al desánimo. Lidió con ellas, lo hizo con fuerza.
Cursó estudios con los Hermanos de la Salle en su localidad natal y poco a poco se afianzó su llamada al sacerdocio, esa que introdujo en sus juegos infantiles ensayando cómo decir misa en los altares que construía. Hubo dos personas fundamentalmente que le ayudaron y le sostuvieron en su peregrinar. Una de ellas fue el párroco P. Filhol quien, al igual que los salesianos, se había percatado de que era propenso a la oración, de su tendencia al silencio, su fervor por la Eucaristía y el amor a María y a la liturgia, entre otros signos de piedad que le caracterizaron. Consciente de las dificultades que su escasa retentiva le creaba, a pesar del esfuerzo que el beato puso por avanzar en los estudios, el sacerdote le prestó asistencia a través de un vicario. Pero era insuficiente para que las puertas del seminario se le abrieran al muchacho. Por eso le habló de la Trapa; estaba seguro de que era idónea para alguien de su peculiaridad.
Con 16 años, acompañado por él, Pedro José ingresó en la abadía cisterciense de Santa María del Desierto, de Toulouse. El maestro de novicios P. André Mallet percibió ese mismo día que se hallaba ante una persona especial, limpia, sincera e inocente, que verdaderamente buscaba a Dios. Trazando la señal de la cruz sobre su frente, le dijo: «¡Confía! Yo te ayudaré a amar a Jesús».
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