Según una tradición que data del siglo VIII, San Marcos el Evangelista, antes de ir a fundar la Iglesia de Alejandría, fue enviado por San Pedro a evangelizar Aquilea, al norte de Italia. El Apóstol predicó ahí el Evangelio, reforzó su predicación con milagros y convirtió a muchos paganos. Al partir de Aquilea, nombró obispo a un «distinguido personaje», llamado Hermágoras, a quien san Pedro confirió la consagración episcopal. Los cristianos de Istria y sus alrededores le veneran como primer obispo de Aquilea. San Hermágoras, acompañado por su diácono san Fortunato, predicó el Evangelio en Belluno, Como, Ceneda y otras ciudades.
Las actas de san Hermágoras, que son muy posteriores y carecen de valor histórico, cuentan que Nerón envió a Sebastio a Aquilea para que pusiese en vigor los edictos de persecución contra los cristianos. Sebastio encarceló y torturó a san Hermágoras. Una noche, el carcelero vio la celda donde estaba el santo, iluminada por una luz muy brillante; el prodigio le impresionó tanto, que se convirtió al cristianismo. Pero, lleno de un entusiasmo imprudente, salió a gritar por las calles de la ciudad: «¡Grande es el Dios de Hermágoras y grandes los prodigios que obra!» Muchas gentes acudieron entonces a la prisión y vieron la luz en la celda del santo, y se convirtieron. Aprovechando la oscuridad de la noche, Sebastio mandó decapitar inmediatamente a san Hermágoras y a san Fortunato.
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